Joaquín Capilla

De la gloria olímpica al purgatorio del alcohol, de las máximas alturas deportivas a la redención religiosa, así, en un salto entre extremos se dio la vida de Joaquín Capilla, el clavadista mexicano sin igual.

Joaquín Capilla Pérez, ganador de cuatro medallas en las tres olimpiadas en las que participó, falleció el sábado, a sus 81 años.

Nacido un 23 de diciembre de 1928 en la ciudad de México, cuando tenía 12 años practicaba natación en el deportivo de la Secretaría de Hacienda con regular o pésimos resultados. Él mismo cuenta que siempre terminaba en el último lugar hasta que un día su entrenador le propuso ensayar en los clavados.

Ahí, después de brincar del trampolín o la plataforma y antes de clavarse en el agua de la alberca, concretó su sueño infantil de volar.

Fueron cinco años de entrenamientos para que a sus 19 años llegara a los Juegos Olímpicos de Londres y se llevara su primera medalla de bronce, colándose entre los estadounidenses que durante décadas habían logrado el 1,2, 3 en esas pruebas.

A su regreso a México comenzó la vorágine, pero no como para impedirle mantener sus entrenamientos y prácticas que lo hicieron regresar cuatro años más tarde a Helsinki donde superó su propio logro y se llevó la medalla de plata.

Ya para cuando llegó el oro en 1956, en Melbourne, a punto de cumplir 28 años, Capilla era un héroe nacional con hazañas increíbles. Había viajado por América, Europa y Estados Unidos. Era seis veces campeón centroamericano, cuatro veces campeón panamericano, tres veces campeón de los Estados Unidos. En aquel momento, la gloria olímpica lo alcanzó y, acostumbrado a los extremos, después de bajarse de aquel podio, todo fue cuesta abajo.

Lo último que logró fue una fugaz y oportunista película llamada “Paso a la juventud”, en la que actuó junto a Germán Valdés Tin Tan y Ana Bertha Lepe, además de los seis años que pasó en Estados Unidos dando clavados de exhibición hasta que se rompió el tímpano en la Feria Mundial de Nueva York y dejó los clavados en 1964.
 
Protagonista de los medios, sus apariciones en los diarios volvieron a repetirse cuando, ebrio, se volcó en la recién estrenada avenida Barranca del Muerto y el “ejemplo de la juventud” terminó en la portada del Alarma. Y no fue la primera vez, al poco tiempo repitió el número, se estrelló borracho con dos automóviles, afortunadamente sin víctimas, y fue a parar a la cárcel.

Con fama, dinero y mujeres y retirado del deporte, se refugió en el alcohol, en una espiral descendente que lo llevó hasta el Delirium Tremens y más tarde, a formar parte de alcohólicos anónimos, donde comenzó a recobrar fuerzas para dejar la bebida.

La religión y Carmelita, su segunda mujer, hicieron lo demás. Desde 1987, cuando estuvo a un paso de suicidarse, desesperado por su situación, dejó el alcohol, se juntó con Carmelita y comenzó a practicar el cristianismo.

Desde entonces, Joaquín Capilla utilizó su pasado como lección de vida. Renacido, como él mismo decía después de recibir a Cristo, volvió a ser líder, se convirtió en pastor y se olvidó del alcohol, el cigarro y los excesos.

Una de sus últimas apariciones públicas, y con la que me gustaría quedarme, es esa imagen de 2009 cuando volvió a subir al estrado para recibir, junto a Paola Espinosa y Cuauhtémoc Blanco, el Premio Nacional del Deporte.

Habían pasado 53 años desde que ganó su medalla de oro, además de tres décadas de sufrimiento. Había pasado su más grande salto y, esta vez, no lo calificaron jueces, sino la historia.

Descanse en paz el maestro Joaquín Capilla.

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